Ricardo Borrero, un aristócrata del paisaje

Por Eduardo Serrano.
http://www.colarte.com/recuentos/B/BorreroRicardo/critica.htm

Es tal el desconocimiento que existe del arte colombiano de la primera parte de este siglo que - aunque para algún reducido grupo de conocedores resulta obvio - es necesario comenzar este escrito sobre el maestro Ricardo Borrero Álvarez precisando que se trata de uno de los artistas más descollantes de nuestra historia, de un paisajista y bodegonista excepcional, de una figura principalísima en el florecimiento y el asentamiento de la tradición pictórica en el país.

Ricardo Borrero Álvarez nació el 24 de agosto de 1874 en una casa de campo en Aipe, en las afueras de Neiva' (se le bautiza en Gigante), en el seno de una familia prominente y poseedora de vastas haciendas en el Huila. Poco se sabe de su infancia y de su traslado a Bogotá pero ya en 1894 se encontraba estudiando en la Escuela de Bellas Artes de la capital, donde fueron sus profesores los pintores españoles Luis de Llanos y Enrique Recio y Gil, así como el pintor bogotano Andrés de Santa María, quien, habiendo regresado hacía poco tiempo de Europa, compartía con Luis de Llanos la recién instaurada cátedra de paisaje en el emergente centro docente.

Por las características de su obra es claro, sin embargo, que Borrero debió de sentirse más a gusto y satisfecho con el tipo de trabajo parco y académico de sus maestros españoles, que con la actitud innovadora y espontánea de Santa María, cuya influencia sólo podría atribuírsele en aspectos tan generales como su inclinación por el paisaje y su afición por bosquejar al aire libre. El detalle preciso, la fidelidad a la naturaleza, la entonación poética y la sujeción a las normas del buen gusto y buen pintar son, en cambio, clara señal de su identificación con los valores v disposición de Llanos y de Recio.

Desde sus primeras presentaciones, la obra de Borrero llama la atención por "su correcto dibujo, rico colorido e ingenuidad en la ejecución, tan lejos del descuido como de la manera"2. Y desde sus primeras exposiciones se hace clara también su predilección por la pintura de paisajes, tema éste - que cobraría gran auge con la exposición de Bellas Artes de 1899 y que llegaría a su clímax con la Exposición del Centenario del cual Borrero habría de constituirse, no sólo en un pionero en nuestro medio, sino también en uno de sus cultores más finos y sobresalientes.

En este punto conviene recordar que hasta el último decenio del siglo XIX, el tratamiento artístico de exteriores - por sí solos - era prácticamente desconocido en la pintura colombiana, habiéndose producido únicamente por razones documentales o científicas. Sólo con las enseñanzas de Llanos y Santa María (y especialmente de éste último, dado que el español murió a los pocos meses de iniciadas las clases), comienzan los artistas del país a interesarse en la naturaleza como tema de sus obras.

Podría afirmarse, entonces, que la pintura de paisajes apareció en Colombia, en parte como consecuencia y en parte como reacción contra el modernismo que introdujo al país Andrés de Santa María. Como consecuencia, porque al cuestionar la vigencia de los temas graves y solemnes abriría campo a la interpretación de la naturaleza. Y como reacción, porque la pintura de panoramas y parajes representa el primer empeño consciente en Colombia de referirse a lo local, a lo particular, a lo propio, en clara contraposición al extranjerismo que significaba el modernismo como aproximación pictórica.

Pues bien: la pintura de Ricardo Borrero Álvarez patentizaría a las claras la mencionada paradoja, puesto que no sólo pasa por alto la temática establecida (cuadros religiosos, retratos pomposos, alegorías heroicas), sino que constituye un himno a las características físicas del país, incluida su arquitectura; himno decididamente clásico, cuidadoso y de exquisito gusto y contagiosa fe en la naturaleza.

Europa En 1895 Borrero viajó a continuar sus estudios en Europa3. Se radicó primero en SeviIla, cuna de soberbios artistas (como Pacheco, Velázquez, Murillo y Valdés Leal), donde por esa época imperaba el gusto por las pinturas históricas de estilo romántico, a la manera de Eduardo Cano de la Peña, figura destacada de la escuela sevillana en la segunda mitad del siglo XIX. Posteriormente se trasladó a París, donde amplió su contacto con las obras de los grandes maestros, del Renacimiento al clasicismo; razón citada en primer término por todos los artistas colombianos del período para cruzar el océano hacia el viejo continente. Allí asistió a clases en la Academia Colarossi, dedicándose con pasión a su aprendizaje y encerrándose complacido entre los patrones planteados por sus profesores, pero patentizando una aguda sensibilidad para los tonos, una cuidadosa atención a los detalles, y la inequívoca intención de interpretar la naturaleza de manera tan fiel como fuera posible dentro de su acendrado idealismo.

En París, además, tuvo Borrero la oportunidad de familiarizarse con las obras de los artistas de la escuela de Barbizón, quedando hondamente impresionado por su común consideración del paisaje como el tema más digno y meritorio, según se colige de algunas de las concepciones y designios que haría palmarios en su obra.

Se denomina escuela de Barbizón a un grupo de pintores radicados en un pequeño pueblo de este nombre, en los límites del bosque de Fontainebleau, a partir de mediados de la década de 1840. Cada uno de ellos hacía gala de un estilo personal y tenía predilección por un particular tipo de paisaje. Así, Théodore Rousseau (considerado como la figura central), realizaba una pintura subjetiva y romántica, que más tarde cambiaría por una de objetividad casi científica en la representación de efectos atmosféricos; Narcisse Díaz de la Peña interpretaba escenas tormentosas con pinceladas fuertes; Constant Troyon se interesaba por plácidos parajes donde pastaban vacas; y Charles François Daubigni prefería vistas con lagos y con ríos. Otros artistas identificados con esta escuela y que se establecieron en el pueblo fueron Jean-François Millet, Henri Harpignies y Jules Dupré; mientras que Gustave Courbet y sobre todo J.B. Camille Corot-con cuya obra se ha comparado con frecuencia el trabajo de Borrero4- ejercieron clara influencia en el grupo e hicieron repetidas visitas a la región.

Los artistas de la escuela de Barbizón respondían emocionados ante la naturaleza (entrando algunos en mística comunión con ella), e hicieron del paisaje - sin otra justificación que su interés o su belleza - el principal tema de su obra. Y es esta reverencia por lo natural, esta decisión de pintar el paisaje por el paisaje mismo, lo que haría de Ricardo Borrero Álvarez su ferviente admirador. La manera de pintar y la visión de la naturaleza de Borrero se mantendrían personales y con cierta inclinación clásica. Es decir, el artista no se sentiría impelido a imitar el trabajo de ninguno, ni a seguir su estilo, ni a revivir sus preferencias. Pero adheriría con desbordante convicción al principio de que la representación de la naturaleza es el medio más indicado para conmover pictóricamente, despertar emociones y hacer arte.

La actitud de Borrero no es extraña si se tiene en cuenta que a finales del siglo XIX la enseñanza académica del paisaje era claramente derivada de la escuela de Barbizón. Kenneth Clark afirma, por ejemplo, que una de las razones por las cuales la obra de Rousseau ha merecido una revisión crítica es porque "creó el academismo de la pintura naturalista de paisajes"5. Y siendo Borrero tan devoto de las normas, tan respetuoso de la tradición, y estando tan ansioso de aprender, es apenas natural que se sintiera atraído por el trabajo y las motivaciones de este grupo.

Teniendo en cuenta la insensata carrera de ismos en que se ha convertido el arte moderno, no hará falta quién impugne a Borrero por su atención a una escuela surgida cincuenta años antes y por su indiferencia a las innovaciones que por esos años planteaban los neoimpresionistas, posimpresionistas y simbolistas en la pintura europea. Pero Borrero había ido a París a estudiar; y a estudiar se dedicaría por entero, sin ningún ánimo de conocer la vanguardia de los pintores de Montmartre. La fiebre modernista comenzaba apenas a aflorar y, además, la vocación de Borrero por la naturaleza era cuestión de fe y de temperamento.

Es probable que el artista visitara otros países durante su permanencia en Europa, pero son muy escasas y no muy dicientes a este respecto las pinturas (y bocetos) que se conocen de este período. Lo que es inequívoco, es que Borrero aprovechó plenamente su permanencia en Sevilla y París; y que regresó pintando paisajes, ceñido a los cánones de la pintura académica, pero con gusto exquisito, técnica depurada y el firme convencimiento de que la representación de la naturaleza es la sagrada función del artista - es decir, confrontando el paisaje pictóricamente como nadie lo había hecho hasta ese momento en Colombia6.

Artista profesional

Hoy quienes discutimos como contradictorios los conceptos contenidos en el apelativo "artista profesional" - entre otras razones porque ser artista implica una renovación constante que puede dar al traste conceptualmente con toda idea de profesionalismo pero, si alguien amerita dicho apelativo en la historia del arte colombiano es Ricardo Borrero Álvarez. Su dedicación y devoción por la pintura, su labor docente y, sobre todo, la gran aceptación de que gozó siempre su trabajo - hecho que le hubiera permitido vivir holgadamente de su profesión si lo hubiera necesitado - así lo manifiestan.



El artista regresó al país posiblemente en 1897, puesto que hay una pintura suya fechada ese año en la cual se distingue un eucalipto (ese bello árbol de origen australiano cuyas distintas variedades se esparcieron con inusitada rapidez en Colombia, a partir de su introducción a mediados del siglo XIX). Contaba apenas veintitrés años; y debió de ser por esa época cuando posó para un retrato de Epifanio Garay en el que aparece como un joven delgado, de bigote acicalado y sombrero coco, o bombín, prenda ésta que nunca pasó de moda para el artista, según información obtenida de sus familiares. De acuerdo con las mismas fuentes, "el pintor era blanco y de piel colorada, de baja estatura y un poco pasado de kilos en los últimos tiempos. Tenía además un ojo apagado, o más pequeño que el otro, razón por la cual lo apodaron el 'tuerto Borrero"''. El artista contrajo matrimonio con Ernestina Bernal Wilches quien fuera su alumna y a quien se atribuyen algunos de las menos logradas pinturas que llevan su firma - y no tuvo hijos.

AI llegar a Colombia su éxito artístico fue inmediato, como lo corroboran - aparte de la atracción del público por su trabajo - su rápido nombramiento como profesor de la Escuela Nacional de Bellas Artes, las distinciones a que se hizo acreedor y las palabras elogiosas de la crítica sobre su pintura.

En 1899, por ejemplo, ya se encontraba enseñando en la escuela donde había sido alumno cinco años antes, y a la cual se vincularía ininterrumpidamente hasta 1923; los últimos cinco años como su director8. Allí fueron sus discípulos Erwin Kraus y Gonzalo Ariza, connotados representantes - en particular el último- de la segunda generación de pintores colombianos que confrontan primordialmente el paisaje.

Un año más tarde, con ocasión de la exposición de 1899, Borrero logra una distinción de primera clase (verdadera proeza si se tiene en cuenta que el público, la crítica y el jurado se hallaban divididos de acuerdo con el color político, y que dado el exaltado ánimo de preguerra sólo tenía ojos para las figuras pictóricas más reconocidas por los partidos conservador y liberal: Epifanio Garay y Ricardo Acevedo Bernal, respectivamente9). La prensa también acoge con entusiasmo su pintura ponderándola por no "recurrir a la exhumación de temas pomposos para producir una pura emoción estética, sino al sentimiento sincero de un pedazo cualquiera de la gran naturaleza"'°. Mientras que el crítico Jacinto Albarracín (Albar) se refiere a su trabajo, no sólo encomiándolo, sino también enunciando perceptivamente desde entonces las relaciones entre la pintura y la literatura colombiana de esa época:

(... j su cuadro número 39, apacible como es un rincón de la encantadora naturaleza bondadosa y risueña, en cuyo lienzo se descuelgan las nieblas vaporosas a jirones de la cuchilla vecina, y se las ve diseminar moviéndose por las sierras. Y aquí al pie del repecho, el pajizo ranchito que se desacurruca desgreñado y barrancoso sobre el arvejal verdecito y jugoso, rodeado de la cerca de chamizos, y el aspecto agradable de nuestras sementeras primorosamente colorido. El pintor describe como pinta Eugenio Díaz nuestras cosechas. ¡Oh poder del talento!".

Borrero continuaría pintando con singular percepción y cuidadoso oficio por el resto de su vida; y presentando su trabajo en las escasas muestras artísticas acaecidas en los primeros decenios del siglo XX en Colombia. Aparte de la mencionada exposición de 1899, el artista participa (fuera de concurso) en la Exposición del Centenario, así como en prácticamente todas las exposiciones de Bellas Artes en las cuales su trabajo es invariablemente un favorito del público y la crítica. En 1906, por ejemplo, se subraya "la luz y la poesía de su pintura"'2; en 1910 se afirma que "en sus paisajes palpitan las dulces notas de una inspiración ingenua que dice muchas de las delicadezas y ternuras de su alma de artista"'3; en 1918 se escribe sobre "las muestras apreciables de su ingenio"'4; en 1920 se le elogia como "observador concienzudo, libre de vacilaciones, original desde el principio de su carrera"'5; en 1 922 se reconoce la importancia documental de sus apuntes sobre la ciudad'6; y en 1923 se le aclama como un "ilustre artista de positivo valor"' ~.

Como otros pintores del momento (entre ellos Ricardo Gómez Campuzano y Coriolano Leudo), Borrero contó con el entusiasta apoyo de la revista Cromos - pionera, junto con El Gráfico, de la reproducción fotográfica en Colombia- en la difusión de su labor. Las numerosas pinturas suyas utilizadas en la cubierta de esta publicación durante los años veinte, colaboraron sin duda a familiarizar al público con su trabajo y a convertir los valores de su obra en los cánones estéticos de la mayoría.

En 1929, finalmente, Borrero envío sus obras a la Exposición Iberoamericana de Sevilla - ciudad a la cual lo ataban lazos de amistad desde su período estudiantil- recibiendo una medalla de oro en el importante certamen. Ya para ese entonces, sin embargo, comenzaban a gestarse cambios radicales en el arte del país, como lo corrobora la presencia en la misma exposición de la escultura Diosa Bachué, de Rómulo Rozo, pieza que daría su nombre al movimiento, mezcla de nacionalismo y modernismo, que surgiría con innegable ímpetu en Colombia en el decenio siguiente. En otras palabras, en la Feria de Sevilla se anunciaba una nueva era para el arte colombiano, y simultáneamente, con el premio concedido a Ricardo Borrero Álvarez, se certificaban los valores de una época que empezaba a declinar y de la cual este pintor era un lúcido exponente.

Su obra

La obra de Borrero permanece fiel a la naturaleza, aunque haciendo siempre perceptible, tanto en sus amplios panoramas como en sus románticos parajes, un claro objetivo de paisaje ideal, de paraíso terrenal donde reinan la paz y la armonía. Ya se ha señalado su aguda sensibilidad para los tonos; y es gracias a ella - es decir, a su continuo empleo de tonalidades compatibles- así como a su pincelada discreta y a su color sin resonancias, que su trabajo consigue esa nostálgica serenidad que lo define y particulariza.

AI unísono con su pasión por la naturaleza, sus paisajes revelan un nítido sentido del orden y una intensa admiración por las composiciones clásicas. A veces enmarca con árboles en primer plano una vista infinita; otras veces establece patrones de líneas verticales con sus troncos; y en ocasiones parece destacar los aspectos arquitectónicos del terreno, en particular en sus representaciones en quebradas o riachuelos, en los cuales el agua corre por entre enormes rocas dispuestas claramente de acuerdo con diagonales compositivas. La estructura de su obra, en consecuencia, es invariablemente estable y balanceada, bien por el color, o bien por el peso de sus elementos

La luz de sus paisajes es por regla general difusa, sin marcados contrastes ni enfáticas sombras, lo que les aporta cierta apariencia de escena atmosférica. La mayoría parecen pintados temprano en la mañana o al caer de la tarde, con cielos cargados, cubiertos, andinos, que sirven de fondo a las formas esbeltas de la vegetación arbórea de la región sabanera. El carácter sosegado y seductor de su pintura se acrecienta notablemente con su manera suave y pareja de aplicar el óleo, y con la extrema finura de su modulación del color.

Su admiración por Corot es comprobable en algunas de sus preferencias temáticas, como son: las pesadas piedras en contraposición a la movilidad del agua, y las apacibles vacas en paisajes idílicos (herencia de los pintores holandeses del siglo XVII, y especialmente de Paulos Potter y Jacob van Ruisdael, cuyo trabajo fue frecuente inspiración de los artistas de la escuela de Barbizón). La inclinación de Borrero por algunos efectos poéticos como la luz filtrándose indecisa por entre las copas de los árboles, es, así mismo, clara indicación de su entusiasmo por las escenas del gran maestro francés. Y hasta podría decirse que Borrero, acatando las recomendaciones de Corot, procura captar en sus pinturas la primera sensación que le produce la naturaleza18. Pero su trabajo no revela el menor impulso imitativo sino, por el contrario, una firme personalidad, a través de una consciente escogencia de las áreas que pinta, las cuales, lejos de ser espectaculares, parecen mas bien seleccionadas para transmitir la belleza sutil de lugares comunes, o para señalar la riqueza visual de cualquier rincón del país.

Desde la exposición de 1899, por otra parte, el trabajo de Borrero tiende a mencionarse en compañía del de Jesús María Zamora; con algo de razón, si se tiene en cuenta que se trata de dos de los más caracterizados pintores de paisajes de comienzos del siglo XX en Colombia. No obstante, su producción es bien disímil, constituyendo la predilección de ambos por las composiciones clásicas su más notorio, y talvez único, punto en común. Zamora es, igualmente, un pintor de muchos méritos; pero un pintor de fantasías, más interesado en la luz rojiza del crepúsculo y en los altisonantes contrastes de los arreboles, que en la sutileza, la delicadeza perceptiva, el acto de amor, que significaba para Borrero la interpretación de la naturaleza.

Las diferencias en el trabajo de estos dos artistas no podían pasar inadvertidas para un crítico tan alerta y sensitivo como Maximiliano Grillo, quien en 1918 se preocupó por precisarlas, realizando simultáneamente una de las más penetrantes evaluaciones del trabajo de Borrero.

Resalta Borrero por la precisión parsimoniosa y exacta de sus paisajes. Menos poeta luminoso que Zamora, aventájale en la serena contemplación de la Naturaleza. Zamora pone en sus visiones del color una emoción panteísta en que, quizá, trasciende un poco de literatura; Borrero es neto, riguroso, gran dibujante; en sus cuadros se siente la tranquilidad de lo verídico. Ambos paisajistas reflejan el alma de las cosas, con diversa intensidad. "Si el alma dice Paulhan en La Estética del Paisaje- no es sino el conjunto de las energías de un ser, la Naturaleza tiene un alma, o, mejor dicho, tantas almas como individuos se contienen en ella, cualesquiera que éstos sean"(...) Borrero, es minucioso y concienzudo. Carece de una grande emoción, pero pinta con honradez, a veces excesiva. Son hermosos sus paisajes: El río Gualí, lleno de aire y de humedad serrana; Una mañana en San Cristóbal, ejecutado con maestría por procedimiento poco usado por nuestros pintores: Aguas de la Sabana, de una encantadora precisión de detalles y de suntuosos valores; Un interior colonial, en donde circula el aire con una frescura deliciosa, las figuras humanas tienen vigor y movimiento y todos los detalles son de perfecta armonía y valor exacto'9.

En algunas obras de Borrero es fácilmente detectable cierto acento costumbrista, por ejemplo: en las ropas de los personajes que en ocasiones aparecen como seres diminutos permitiendo comprender la escala de los cerros y colinas; en los ranchos y jardines que complementan el encanto de algunas de sus vistas; y en las carretas de bueyes que cruzan lentamente sus caminos. Para el artista, sin embargo, existe una clara armonía entre la naturaleza y la presencia humana; e incluso cuando interpreta avances tecnológicos como el ferrocarril, éstos se integran sin dificultad al panorama.

Otros temas favoritos del artista fueron las Marinas (también de luz difusa). los animales (por ejemplo, los burros, a los que irónicamente Ilamaba "filósofos"20) y la arquitectura, en particular las construcciones coloniales cuyas arcadas, patios y fachadas admiraba profundamente. Sus numerosas representaciones de antiguas callejuelas de los barrios La Candelaria y Egipto, de viejas casonas de las afueras de Bogotá, de conventos e iglesias, y de amables esquinas de pueblos, se cuentan entre sus producciones más luminosas y atractivas. En ellas Borrero es consciente de las singulares exigencias de esta clase de imágenes y, en consecuencia, utiliza una pincelada más definida (casi acuarelada), ajusta su paleta a los requerimientos de la luz urbana y agudiza los contrastes. En estas pinturas, además, Borrero se interesa por plasmar la actitud grave o despreocupada de los transeúntes.

Aparte de sus pinturas de exteriores, Ricardo Borrero Álvarez ejecutó unos pocos retratos de pose casual, y una buena cantidad de bodegones en cuya representación también hace palmario su exquisito gusto y gran capacidad de observación. El bodegón - aunque posiblemente anterior al paisaje en la historia de la pintura colombiana debido a su utilización como ejercicio académico tampoco adquiere prominencia como tema artístico en Colombia hasta el regreso de Andrés de Santa María, cuando empiezan a cuestionarse los sujetos suntuosos y solemnes, abriéndosele así el camino a la humilde naturaleza como motivo central de una obra de arte. Como el paisaje, el bodegón ofrece a los artistas colombianos de esa época la halagüeña posibilidad de cierta libertad cromática y compositiva, sin que por ello tengan que adherir a los postulados modernistas que poco les podían interesar, si se considera su inquebrantable vocación naturalista.

Los bodegones de Borrero, por lo tanto -a diferencia de los de Santa María y González Camargo, de inequívoca intención moderna -, son por lo regular trabajos minuciosos en los que cada pincelada y cada objeto han sido dispuestos de acuerdo con las reglas del buen vivir y de la pintura académica. En ellos, ramos de rosas o de uvas reposan delicadamente sobre mesas ubicadas en espacios inciertos, cuya oscuridad permite que resalten las ricas viandas y las delicadas flores con la luz más fuerte de los primeros planos.

En ocasiones el artista se deleita en detalles como los pétalos caídos o las transparencias del cristal, e inclusive en el intrincado tejido de los cestos. Pero sus bodegones no delatan el espíritu nacionalista de los de Roberto Páramo Tirado, quien utilizaba comúnmente frutos y utensilios autóctonos. Para Borrero como para Francisco Antonio Cano - el bodegón es una imagen eminentemente decorativa, en la cual cuenta en primer término la exquisitez de los elementos incluidos y su representación realista, cuidadosa, ceñida al más ortodoxo naturalismo.

En conclusión, aunque estrictamente ajustada a las normas académicas y aunque su único asomo de experimentación radica en la variedad de medios (óleo, acuarela, lápiz y carboncillo) y de soportes (lienzo, papel, madera, lata y baldosa) que utiliza, la obra de Ricardo Borrero Álvarez es personal, poética e impecablemente ejecutada. Un trabajo sereno, amoroso, seductor, que no sólo revela a un artista de singular talento y conmovedora convicción en la bondad de la naturaleza, sino que es a las claras una de las obras más dicientes y representativas de los valores estéticos de la sociedad colombiana en los primeros decenios del siglo XX.

Éxito y olvido

Entre las pocas criticas - casi siempre veladas - que se hicieron a Borrero hay algunas válidas, como aquella de que "su trabajo no evoluciona"2', y otras caprichosas y desubicadas como la de que "sus árboles y sus celajes resultan en dibujo y no en color, más ceñidos a la idea que no a la realidad"22, No obstante, puede afirmarse, sin temor a exagerar, que los conocedores demostraron permanentemente un genuino entusiasmo por su obra, y que la totalidad de los escritos que a ella hicieron referencia durante su vida contienen comentarios elogiosos.

Como ya se ha mencionado además, desde sus primeras muestras llama poderosamente la atención el gran pedido comercial, del paisaje en general, pero en especial de su pintura23. Sus cuadros se adquirían ávidamente en las exposiciones, y el artista era asediado por encargos de distintas ciudades, siendo tan intenso su éxito económico y social, que el comentarista que escribe para Cromos sobre su exposición póstuma se admira de la popularidad que "nos revelan las cartas de visita al pie de cada cuadro", así como de que para organizar la muestra no hubiera habido "necesidad de pasar por el estudio del pintor; de todos los hogares bogotanos una mano femenina cariñosa y respetuosa ha descolgado el paisaje mimado en el salón de la casa en sitio de preferencia"24

En consecuencia, aunque parezca redundante, es claro que Borrero puso de moda en Colombia la pintura colombiana. Cuando en la clase económica pudiente del país se consideraba prácticamente obligatorio embellecer los salones con estampas europeas, irrumpió su trabajo arrasando con el gusto y las ideas establecidas sobre decoración interior, remplazando la impersonal reproducción con la obra de arte individual y cambiando los Alpes por los Andes es decir, enseñando a mirar lo aledaño con ojo perspicaz, confianza en lo local y espíritu poético y creativo -. El ya citado comentarista de la revista Cromos hace la siguiente observación, por demás cierta en sus premisas y elocuente sobre el aporte de Borrero a la apertura del mercado pictórico en Colombia ~

AI maestro Borrero la pintura nacional le debe en gran parte esta sana costumbre de difundir el arte y alentar así al artista. Costumbre que debíamos extender y generalizar en bien de los hogares colombianos a los que Ilevaríamos una nota risueña de belleza, y en bien del arte nacional, al que daríamos un aliciente de los cuales anda tan necesitado.

Cada cromo suizo o alemán que se le arranque a los muros de los hogares colombianos, es una buena obra de cultura que se Ileva a cabo; y cada cuadro de pintor colombiano que allí se cuelgue en su lugar, es también una buena obra de cultura nacional; doblemente nacional, pues se estí mula a un artista y se educa un ambiente.

El maestro Borrero como ninguno, contribuyó a esta educación, y no es éste uno de sus menores méritos. Fue el más egregio paladín del combate contra el cromo suizo y alemán, y el más victorioso. Allí a donde entraron sus paisajes el cromo recibía una herida de muerte y en muchas partes sospecho que acabara por emigrar del salón hacia los cuartos interiores o a los corredores a la intemperie25.

Ricardo Borrero Álvarez fue sin duda un triunfador, pero no tanto por haberle ganado la batalla a las reproducciones europeas ni por la amplia difusión de su trabajo, cuanto porque logró expresarse honestamente con el tipo de pintura en que creía, y porque consolidó una obra de particularidad inescapable y manifiesta capacidad de conmover. Su fama, sin embargo, no habría de sobrevivirle mucho tiempo. En parte por la indiferencia hacia el pasado y hacia los valores regionales en los períodos subsiguientes, y en parte porque a pocos años de su muerte - ocurrida en mayo de 1931- intereses diferentes de la fiel representación de la naturaleza y de la corrección y comedimiento academistas ocuparían la atención e imaginación del público y la crítica, su nombre y su trabajo se borraron por completo de la memoria nacional durante casi diez lustros. Y sólo ahora, cuando la urgencia de revisiones históricas empieza a agudizarse ante el inminente final del siglo XX, comienza también el maestro Ricardo Borrero Álvarez a destacarse nuevamente y a reinstalarse en el puesto de primera línea que siempre le ha correspondido en la historia de la pintura colombiana.

NOTAS

Catálogo "Exposición Ricardo Borrero Álvarez",

Centro Colombo-Americano, Bogotá, julio de 1979.

2 "La Exposición Nacional de Bellas Artes", Revista Ilustrada, año 1, vol. 1, núms. 16 y 17, Bogotá, 30 de septiembre de 1899.

3 Carmen Ortega Ricaurte, Diccionario de artistas en Colombia, Bogotá, Plaza y Janés, 1979, pág. 64.

° Catálogo "Exposición Ricardo Borrero Álvarez", op. cit.

s Kenneth Clark, Landscape into Art, Boston, Beacon Press, 1972, pág. 80.

6 Son contados los paisajes de Llanos pintados en el país, mientras que los de Santa María, imbuidos por la estética impresionista en ese momento, perseguían objetivos totalmente diferentes de los enunciados.

' Los datos sobre la vida y persona del artista fueron suministrados por Santiago Samper, Ernesto Borrero, Margoth Borrero y Ernesto Gutiérrez Bonitto.

a Marta Fajardo de Rueda, catálogo "Presencia de los Maestros 1886-1960", Bogotá, Museo de Arte Universal Nacional, agosto-septiembre de 1986.

9 Eduardo Serrano, Cien años de Arte Colombiano, Bogotá, Museo de Arte Moderno, 1985.

10 "La Exposición Nacional de Bellas Artes", Revista Ilustrada, op. cit.

11 Jacinto Albarracín, Los artistas y sus críticos, Bogotá, Imprenta y Librería de Medardo Rivas, 1899.

12 "La Exposición de Bellas Artes", El Porvenir, Bogotá, 3 de agosto de 1906.

13 "Pabellón de Bellas Artes", El Artista, Bogotá, 27 de agosto de 1910.

14 Max Grillo, "Exposición Nacional de Pintura", El Gráfico, números. 429-30, 24 de agosto de 1918.

15 "La Galería del Círculo", Cromos, núm. 237. Bogotá, 27 de noviembre de 1920.

16 "El Año Artístico 1922", Cromos, Bogotá, diciembre de 1922.

17 "La Exposición de Bellas Artes", Cromos, Bogotá, 11 de agosto de 1923.

18 Anne L. Poulet, Corot to Braque, Boston, Museum of Fine Arts, 1979, pág. 5.

19 Max Grillo, "Exposición Nacional de Pintura", op cit.

20 Cromos, núm. 629, Bogotá, 6 de octubre de 1928.

21 "La Exposición de Bellas Artes", Cromos, núm. 366, Bogotá, 11 de agosto de 1923.

22 "Exposición del Centenario" La Unidad, Bogotá, 17 de agosto de 1910.

23 "Exposición Nacional de Bellas Artes", Revista Ilustrada, op. cit.

24 "Exposición Borrero Álvarez", Cromos, núm. 764, 30 de mayo de 1931.

25 Ibíd.

Tomado de la Revista LAMPARA 103 - VOL XXV

Ricardo Borrero Álvarez


Antecedentes históricos del paisaje colombiano: la documentación científica


El género del paisaje fue una de aquellas expresiones artísticas de ánimo reivindicador y nacionalista que tomó fuerza hacia el final del siglo XIX en Colombia. Como punto primordial de esta tendencia, la historia del arte señala[1] la instauración de la cátedra de paisaje en la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1894, impartida por Andrés de Santa María y Luis de Llanos. Más adelante retomaremos este punto, sin embargo, antes es pertinente señalar algunas de las producciones relacionadas al paisaje colombiano que existieron antes.


Jorge Quintana en Serrano Rueda por la sabana[2] hace una exégesis al respecto, señala que desde 1801, quince años después de la primera expedición botánica, Humboldt y Bonpland hacen una serie de bocetos que son enviados a artistas en Europa como base para ilustrar Vues des cordilléres el monuments des peuples indigenes de l´Amérique. Cabe anotar que en algunos de estos dibujos se representan paisajes que los pintores, de lo que posteriormente se conocerá como la “Escuela de la Sabana”, estarán temáticamente muy cercanos, un ejemplo: el Salto del Tequendama. La lista de Quintana continúa, una serie de exploradores y diplomáticos europeos dejaron cierto material (dibujos, daguerrotipos y óleos) que documentaba el paisaje colombiano, y como consecuencia de la obligada estancia en la capital, bastante del paisaje sabanero específicamente.


Proponer estos ejercicios documentales como predecesores del paisaje en la generación cercana al centenario sería un error, sin embargo es necesario hacerlos notar. Aunque el fin de esta serie de documentos sea simplemente dar cuenta de la existencia de estos lugares, fue el primer acercamiento moderno al paisaje colombiano y, en cierto sentido, protagónico.


La cátedra de paisaje y el descubrimiento plástico de la sabana


Como ya habíamos mencionado, fue con la instauración en 1894 de la cátedra de paisaje en la Escuela Nacional de Bellas Artes que se dio origen al género en el país. A cargo de Andrés de Santa María y Luis de Llanos (el primero, según Serrano[3], influenciado por el impresionismo, y el segundo por la academia paisajista heredera de las tradiciones de la escuela de Barbizón) la cátedra proponía una novedosa manera de enfrentar el acto de pintar: salir del estudio y hacer parte importante del trabajo en la naturaleza.


Este simple hecho tenía implícito una nueva importancia protagónica del paisaje, el acto de salir y enfrentarse directamente a él lo rescataba del mero fondo escenográfico y exigía del pintor la observación detenida. Y la acción de observar llevó a inventar una serie de nuevos valores plásticos que eran necesarios al toparse en el lienzo con el colorido particular de la sabana bajo la luz y la niebla que la caracterizan.


Paisaje y nacionalismo


Este descubrimiento plástico del paisaje estuvo históricamente acompañado de una oleada nacionalista (propiciada por la separación de Panamá y la cercanía del centenario de la independencia) que se identificó con estas nuevas pinturas. La cotidianidad sabanera se enmarcó en la Colombia centralista de ese tiempo como la versión representativa del paisaje colombiano[4]. Este centralismo en la producción del paisaje pudo deberse sencillamente al hecho que era en Bogotá donde existían las instituciones y el mercado que sostenían el arte. Esto, unido al acto de pintar directamente, limitaba la producción a determinados paisajes.


Más allá de la producción referente a la sabana, existe en la mayoría de pintores algunos cuadros sobre paisajes en “tierra caliente”. Estos, sin embargo, no dejan de ser centralistas al limitarse a paisajes del interior y de lugares relativamente cercanos a Bogotá. Hay que anotar que en aquel entonces el desplazamiento no era sencillo y es muy posible que los habitantes de la región, sólo fueran a la costa para tomar un barco hacia Europa. Tal fue el caso de Ricardo Borrero Álvarez y muchos de sus compañeros en la Escuela Nacional de Bellas Artes.


Ricardo Borrero Álvarez y la Escuela de la Sabana


Ya es tiempo de abandonar un poco los contextos y centrarnos en el tema. Ricardo Borrero fue uno de los estudiantes de la recién creada cátedra de paisaje en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Serrano escribe como pequeña reseña bibliográfica introductoria a su texto Ricardo Borrero, un aristócrata del paisaje que:


Ricardo Borrero Álvarez nació el 24 de agosto de 1874 en una casa de campo en Aipe, en las afueras de Neiva (se le bautiza en Gigante), en el seno de una familia prominente y poseedora de vastas haciendas en el Huila. Poco se sabe de su infancia y de su traslado a Bogotá pero ya en 1894 se encontraba estudiando en la Escuela de Bellas Artes de la capital, donde fueron sus profesores los pintores españoles Luis de Llanos y Enrique Recio y Gil, así como el pintor bogotano Andrés de Santa María, quien, habiendo regresado hacía poco tiempo de Europa, compartía con Luis de Llanos la recién instaurada cátedra de paisaje en el emergente centro docente.

Por las características de su obra es claro, sin embargo, que Borrero debió de sentirse más a gusto y satisfecho con el tipo de trabajo parco y académico de sus maestros españoles, que con la actitud innovadora y espontánea de Santa María, cuya influencia sólo podría atribuírsele en aspectos tan generales como su inclinación por el paisaje y su afición por bosquejar al aire libre. El detalle preciso, la fidelidad a la naturaleza, la entonación poética y la sujeción a las normas del buen gusto y buen pintar son, en cambio, clara señal de su identificación con los valores y disposición de Llanos y de Recio.[5]


El mismo Serrano al ver que ciertas condiciones generadas por esa nueva cátedra agrupan a una generación dice que “se puede hablar sin reticencias de una Escuela de la Sabana, puesto que el altiplano cundinamarqués juega un papel preponderante en el surgimiento de la pintura de paisajes en Colombia”[6].


Así, la Escuela de Sabana propone un cambio conceptual en la pintura del fin del siglo XIX y comienzos del XX y genera todo un nuevo universo a explotar que se funda en lo nacional. Los temas clásicos y religiosos son cambiados por las situaciones cotidianas del altiplano, el protagonismo de la figura humana es reducido al acompañamiento compositivo y puesto al mismo nivel del de los animales tradicionales de la región como vacas u ovejas. El retrato, que fue el punto más explotado en la pintura por la generación anterior, se vuelve anónimo y se sostiene sobre una situación y no sobre un personaje. La arquitectura convive con el paisaje natural o es un sustituto austero de esta cuando está presente en todo el cuadro.


Borrero asume, construye y promueve estos principios, siempre conservando formalmente una actitud clásica, sobre su influencia más fuerte Serrano afirma:


Los artistas de la escuela de Barbizón respondían emocionados ante la naturaleza (entrando algunos en mística comunión con ella), e hicieron del paisaje –sin otra justificación que su interés o su belleza– el principal tema de su obra. Y es esta reverencia por lo natural, esta decisión de pintar el paisaje por el paisaje mismo, es lo que haría de Ricardo Borrero Álvarez su ferviente admirador. La manera de pintar y la visión de la naturaleza de Borrero se mantendrían personales y con cierta inclinación clásica. Es decir, el artista no se sentiría impelido a imitar el trabajo de ninguno, ni a seguir su estilo, ni a revivir sus preferencias. Pero adheriría con desbordante convicción al principio de que la representación de la naturaleza es el medio más indicado para conmover pictóricamente, despertar emociones y hacer arte.[7]


Esta inclinación formal clásica no sólo es profesada en su obra, sino que, con la autoridad que le dio posteriormente el hecho de ser nombrado director de la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1918, fue casi “exigida” a sus alumnos. Por lo menos así podría entenderse a partir de la anécdota relatada por Ivonne Pini sobre la exposición de pintura moderna francesa (al parecer habían allí obras cubistas, aunque al no tener un registro gráfico quienes la han estudiado no pueden precisar exactamente qué se mostró) hecha en Bogotá en 1922 donde el “Director de Bellas Artes prácticamente impidió la asistencia de sus alumnos a esa exposición”[8] por considerarla inapropiada en su formación.


Recepción y mercado de la obra de Ricardo Borrero Álvarez


La clase dominante capitalina, y así la de todo el país, se encantó por la pintura de paisaje nacional y se creó un mercado lo suficientemente fuerte como para que muchos artistas “aseguraran” su sustento allí. Por supuesto el maestro Borrero gozó ampliamente de este mercado y su nombre fue uno de los mejor posicionados.


Sus participaciones en los concursos y exposiciones de bellas artes que se realizaron en Bogotá también eran siempre bien recibidas por el jurado. Gabriela Salamanca en el ensayo Ricardo Borrero Álvarez[9] que se desarrolla sobre dos artículos aparecidos en la Revista Ilustrada del 30 de septiembre de 1899 cita de aquella publicación parte del fallo del jurado de la exposición del 20 de julio de 1899:


Digno de mención especial es el Señor Ricardo Borrero, por su bello paisaje Camino de la Peña. Visión personal é intensa de la naturaleza, correcto dibujo, rico colorido, jugoso empaste, ingenuidad en la ejecución tan lejos del descuido como de la manera, tales son las cualidades que dominan en aquella obra, en que el autor no hubo de recurrir a la exhumación de temas pomposos para producir una pura emoción estética, sino al sentimiento sincero de un pedazo cualquiera de la gran naturaleza.


Así, la obra de Borrero fue acogida por todos los frentes del arte de su tiempo, llegando a popularizarse tanto que la revista Cromos, en un artículo publicado en 1931 con motivo a la muestra dada en Bogotá por la Dirección Nacional de Bellas Artes en honor al recientemente fallecido pintor publica[10]:


De cualquier otro pintor nuestro, al hacer una exposición de su obra, la mayoría de los cuadros hubiéramos tenido que buscarlos en el estudio mismo del artista.

Para hacer una exposición del Maestro Borrero, no ha habido necesidad de pasar por el estudio del pintor: de todos los hogares bogotanos una mano femenina cariñosa y respetuosa ha descolgado el paisaje mimado en el salón de la casa en sitio preferente.

Allí la obra de Borrero presidía con su encanto íntimo y simpático las fiestas de la familia; allí tenía casi el valor de un ícono.

Y no solo en Bogotá; en todo Colombia. Quizá no habría ciudad de alguna importancia en donde no hubiera algún cuadro del maestro.


Esta popularidad de Borrero fue con el tiempo olvidada, llegando a un desconocimiento casi total por fuera de los círculos de estudio del arte en Colombia. La gran producción de su obra se encuentra oculta públicamente y se tiene acceso sólo a una docena de pinturas que se encuentran en museos públicos.


Andrés Martínez.
Ana Borrero.

[1] La referencia más accesible al respecto es Eduardo Serrano Rueda. En Roberto Páramo: paisaje, bodegón, ciudad escribe: “Ya se ha dicho que, con esporádicas excepciones, la pintura de paisajes sólo empieza a ser confrontada por artistas colombianos con un ánimo primordialmente estético, no informativo o documental ni como fondo de otros temas, a partir de 1894; y que el hecho es el resultado de la influencia y de las clases que entonces comenzaron a dictar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Luis de Llanos y Andrés de Santa María”. Acceso a la cita: http://www.colarte.com/colarte/conspintores.asp?idartista=482

[2] Jorge Quintana. Serrano Rueda por la sabana. Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, Número 24-25, Volumen XXVII, 1990. Versión en línea: http://www.lablaa.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/boletin/boleti5/bol2425/serrano.htm

[3] En Roberto Páramo: paisaje, bodegón, ciudad.

[4] Resulta curioso ver como todos aquellos íconos de representación oficial y autorrepresentación colectiva de “lo colombiano” no se han desplazado tanto hacia la diversidad, sino casi que solamente de región. Lo colombiano, en la contemporaneidad y su nuevo nacionalismo, se configura mayoritariamente sobre lo Caribe.

[5] Eduardo Serrano Rueda. Ricardo Borrero, un aristócrata del paisaje en Revista Lámpara (Bogotá). Vol. 25, no. 103 (Mar. 1987). Páginas 14-23. Versión digital en http://www.colarte.com/recuentos/B/BorreroRicardo/critica.htm

[6] En Roberto Páramo: paisaje, bodegón, ciudad.

[7] En Ricardo Borrero, un aristócrata del paisaje.

[8] Ivonne Pini. En busca de lo propio: Inicios de la modernidad en el arte de Cuba, México, Uruguay y Colombia 1920-1930. Universidad Nacional de Colombia Facultad de Artes, 2000. Página 206. Fragmentos digitales del libro en http://books.google.com.co/books?id=MiNObfMv5pQC&pg=PA206&lpg=PA206&dq=ricardo+borrero&source=web&ots=I2fshNPdR2&sig=GZ1g0dX_MvXnKEuTToxSX7iYpuA&hl=es&sa=X&oi=book_result&resnum=1&ct=result#PPA206,M1

[9] Gabriela Salamanca. Ricardo Borrero Álvarez. Revista Textos I – Documentos de Historia y Teoría. Universidad Nacional de Colombia, Santa Fe de Bogotá, 1999. Páginas 85-94.

[10] Exposición Borrero Álvarez. Revista Cromos, núm. 764, 30 de mayo de 1931.